Érase una vez un espejo. Ese espejo era yo.
No lo digo con orgullo, ni con nostalgia. Solo lo afirmo: alguna vez reflejé algo entero.
Un rostro sin dudas. Una risa sin doble filo. Un "yo" que creía reconocerse.
Pero vinieron los días, y con ellos, los golpes que no se anuncian.
Palabras mal dichas. Traiciones disfrazadas. Una pérdida tras otra.
No me rompí de golpe. Me fui quebrando en silencio. Una grieta. Luego otra. Y otra.
Hasta que un día me miré, y no supe quién era.
Buscaba pedazos que ya no estaban. Otros deformaban lo que siempre creí cierto.
Y lo peor: algunas partes reflejaban cosas que prefería no ver.
No sé si sigo siendo yo o solo un extraño eco torcido de lo que fui.
Hay días en que intento juntar los fragmentos, entender el mapa de mis ruinas.
Pero hay otros en los que me resigno a ser una superficie rota donde nadie quiere mirarse por mucho tiempo.
Ni siquiera yo.
Y aún así, me sostengo.
No por fuerza, sino por inercia.
Como lo hacen las cosas rotas que nadie recoge.
Eso también es una forma de morir lento.
Cuanto mas rotos, más perspectivas para enfocar el puzzle, no pienso que sea un error, tan solo buscas tú propia vibración, ya la sabias pero toca recordarlo.